Una pasta de dientes
Nunca imaginé que la confrontación de una relación de dos
meses llegaría al punto álgido cuando me planté en el baño de mi novio, cepillo
en mano, pies desnudos, en busca de pasta de dientes. Había despertado de una
noche borrosa, abrumada, con la luz diurna metida a medio cuarto. Había rodado
varias veces por sábanas desconocidas para despertar a mi compañero. Nada. ¿Es que nunca se va a levantar? Había
pensado en contar borregos para volver a dormirme. También había suspirado
repetidamente, cada vez más alto, para anunciar que despertaba. Necesitaba
hacer pipí y no podía concentrarme en otra cosa que no fuera alejarme de mi
propio aliento matutino antes de dirigirle una palabra al hombre de mis sueños.
Ahora, frente al espejo, después de vaciar la vejiga, notaba las marcas
desgraciadas del rímel corrido. Es que todo había sido tan rápido. “¿Te quieres
quedar esta noche conmigo?”. No era la primera vez que entraba a su
departamento. En realidad, habíamos pasado a la cotidianidad de la relación
yendo y viniendo de cuarto en cuarto. Ya nos habíamos besado en la entrada, en
el balcón, en el cuarto. Alguna vez cocinamos en su barra. Alguna vez metió una
lavadora mientras esperábamos el uber. Pero lavarme los dientes en su baño
constituía un paso sumamente decisivo en la relación porque… ¿qué tipo de pasta dental utilizaba?
¿Era suave con las encías? ¿Era orgánica? ¿Comercial? ¿Estaba abierta? ¿Estaba
embarrada? Afuera, en el cuarto, el ventilador seguía echando aire demasiado
frío para mi gusto, pero mi novio dormía a pierna suelta, sin sábana y sin
ropa. “Oye, amor. Oye… Necesito ir al baño”. Su cara, hinchada y un poco roja,
dijo que sí. Por eso, pasmada frente al cadáver del paquete, exprimido hasta el
plástico, tardé varios minutos en encontrarme la voz. Es que en mi casa se
acostumbran otras cosas. Basta con el hecho de ser la hija mayor, incluso,
basta con ser parte de la familia para tomarme la libertad de abrir el paquete
por el extremo opuesto a la abertura de la pasta. Basta introducir el cepillo
hasta alcanzar los recónditos lugares que almacenan el producto limpio. Esta pasta todavía tiene, solo necesita
abrirse… Sí, pero esta no es tu casa
y este no es tu paquete de pasta. En la duda se me planta la posibilidad de
que mi novio quiera tirar el paquete con pasta adentro…Eso sería un desperdicio total. ¿Y si me pide que extraiga lo que quede
succionando por la abertura? Eso sería demasiado… ¿Habría de terminar así?
¿Echaría a la borda dos maravillosos meses por no poder lidiar con la realidad?
Pero ya estaba ahí. No podía rajarme.
—Amor, oye… creo que se acabó la pasta.
En el debate se escuchó un sonido inconfundible
de sábanas y colchón, un sonido asesino, dispuesto a todo menos a ceder, y
cuando caí en cuenta de que no respiraba apareció su figura en el marco de la
puerta.
—¿Se acabó?
—Se acabó.
—Oh, solo… ábrelo así... —y de un recoveco en
el espejo volaron las tijeras filosas hasta dar con el cuerpo de la pasta, que
no se inmutó, ni un segundo—. Todavía le quedaba poquito.
M. Kynthos
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