Mirando el Valle



Mirando el Valle
A la mayoría de la gente no le gusta vivir en departamentos y la verdad es que no los culpo. Sin embargo yo soy muy feliz en donde estoy. Para empezar tengo el pent-house, el más prestigioso piso de todo edificio. Lo comparto con una bruja, una luchona con dos hijos y su madre y un departamento vacío que suena en las noches: los mejores vecinos del universo, ¿verdad?
Un día normal en estos lares empieza conmigo saliendo por la madrugada a trabajar, sin hacer ruido para no despertar ni al perro. Atravieso la puerta con la confianza de que dejo todo bien cerrado y no entra ni un zancudo por los resquicios ocultos; esas tres cerraduras de la puerta y el cancel de metal son muy seguros. Mi día de trabajo es un poco cansado, la mañana pasa muy lenta, pero me motiva el pensar que hay bocas que alimentar y debo luchar por ellas. A esas horas viene llegando de trabajar la vecina luchona, pero me escabullo sin que me vea pues suele tener un muy mal genio y me echa a perder el día con su cara de los mil demonios, muy pocas veces sonríe. Pasa la mañana, comienza la tarde y es hora de volver a casa. Los perros del edificio, que rara vez son atendidos por los nacos de la planta baja (sus dueños) salen a saludarme, me olfatean, me reconocen y siguen su camino. Pobrecillos algunas veces tienen unas santas matadas en la cabeza o el cuello, llenas de violeta, si bien les va.
El olor a dulces de la vendimia de Rocío es siempre apetitoso y de vez en cuando consumo un poco de su mercancía solo por mantener la cordialidad, no vaya a ser que su esposo lacra se robe el carro, me mande dar piso o alguna cosa de esas. Muchas veces, los vecinos del pent-house hemos pensado en denunciarlo, pues hemos visto como llega con su camioneta llena de bidones de gasolina huchicoleada, y que cambia de carro cada 15 días y llena el estacionamiento con sus robos. Antes de subir las escaleras saludo a Beto, el marihuano buena gente que nos cuida de su ‘’barrio’’ y nos hace mandados de vez en cuando. A penas puse un pie en el escalón y ya siento todo el edificio retumbar con Calibre 50 y esas cosas agropecuarias que ponen los de planta baja para hacer el quehacer en pantalón de pijama felpudo, descalzas, con camiseta de sobacos prietos y un chongo en la mollera. Las paredes, el pasamanos y las mismas escaleras están llenas de pintura, plumón, esmalte y un sinfín de cosas que rayan y ensucian, da asco verlas, pero con el tiempo ya ni lo notas. 
El  primer piso está casi vacío, a menos, claro, que sea un fin de semana en quincena y la otra agropecuaria buchona tenga fiesta con vasos rojos y colillas de cigarro en todas las esquinas del descanso. El segundo piso tiene a una religiosa, que se la pasa invitando a todo el mundo a retiros, a encontrar a Cristo, a ser mejores personas… Una vez casi le creo, pero salí corriendo de ahí en cuanto se descuidó; no valía la pena ni por conveniencia. A un lado vive un paracaidistas/cerrajero/albañil/lava coches que de vez en diario hace unos reventones que hasta Baco envidiaría. No quiero ni contarles cuántos vestidos al ras he visto entrar en ese departamentucho con más eco que la Iglesia del barrio. Por último, una señora con una perra que explota para vender cachorritos, y sus hijas, que habitan en los escalones tomando el té o en los muro perreando al son de las canciones de moda. Paso por encima de sus juguetes sin el menor reparo ni remordimiento, estorban tanto a los vecinos como a su madre, que con descaro prende la bocina tamaño refrigerador mientras se desviste con la puerta abierta y unas piernas de hombre asomando por el cuarto. Aunque debería ser de admirarse ¿no? Que tenga tanta autoestima y se sepa vender tan bien como para andar en esos negocios con la puerta abierta.
El último piso, mí adorado piso. Si la luchona no está gritando, está trapeando en un slam individual que de pronto se convierte en sacudida metalera y termina en un pasito arremangado al trapeador con el ‘’chun-ta chun-ta’’ de la tambora. Si la niña no está llorando, el niño grita con su voz chillona y chiqueada a sus 8 años de edad. Entro en casa, me recibe el perro como siempre y me dedico a los quehaceres de la casa. Es todo un misterio lo que nos depara, como vecinos, el día siguiente.
Mi mejor momento es por las noches, cuando despierto de la siesta vespertina y recorro la casa con toda la energía del mundo, pasando rauda y veloz a la cocina, el patio, la sala, el comedor, y si tengo tiempo, hasta los cuartos, sin olvidar el baño, claro. A veces me persigue mi roomie con el atomizador en la mano, pero soy más veloz y escapo a sus gritos casi histéricos, a su cólera y continuo con mi labor. Probablemente mañana llegue más tarde a casa pues algún vecino ha dejado un sillón en el montón de basura en la esquina del estacionamiento, estoy segura de que más de alguna compatriota irá a aprovechar el húmedo mueble y todo lo que quedó debajo de él. Para este momento, debe tener un buqué delicioso, lo siento en las antenas.
 -Tobonujocayachegüina

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