El Santísimo cotorreo
Es
una costumbre muy conocida entre los vecinos de la colonia Guadalupana y que nuestras
madres, humildes expositoras de las sanas tradiciones, perpetúan hasta el
cansancio; la hora del Santísimo que
se lleva a cabo todos los sábados a las seis de la tarde. Místico pretexto para
conocer el chisme más reciente y la falta de algún pobre pecador que será
juzgado con más ahínco entre las bancas plastificadas de la plaza que en las
filas del cielo.
Las
ancianas salen siempre primero, llevando consigo los panfletos de la iglesia (siempre
la misa de las cuatro) y un rosario enrollado en la muñeca; antes del sábado,
usualmente los viernes por la tarde o los jueves en la mañana) las mujeres se
reúnen en la casa de la señora Raquel la cual es reconocida por soportar a un
hombre mal encarado (que le ha dado fama de santa). Iluminadas por el café sin
leche y sin azúcar y los panes expuestos en un platito hondo desfilan los
nuevos modelos de rosarios traídos desde los límites de la ciudad (lo que las
ancianas conocen como ciudad que para cualquier otro sería el centro histórico),
aquellos que yo misma he buscado entre los cientos que se presentan a cualquier
religioso con buen estilo, y no es que yo lo sea ¡Dios me libre! pero siempre
hay que sacarse un dinerito de algo y aprovecharse de las ancianitas de la
cuadra (que de provechosas no tienen nada, a mí no me engañan, las he visto
regatear hasta con sus hijos) para darle de comer una a sus pollitos no será
nunca visto como pecado.
Ya
la señora Angélica se queja de los precios, que nunca paga. —Pero Marielita,
cien pesos por uno de estos, mejor véndeme el de cuentas brillantes... ese que
traes en la mano, dame ese a cien y te compro las dos pulseritas de la semana
pasada.
—Las
que me debe doña Angélica, llévese ese y se lo pongo a cuenta como las dos
pulseritas de la semana pasada.
—Pero
¿Qué le ganas mija? Dame dos de estos pues y las pulseritas te las abono en
estos días, que una pobre vieja como yo no tiene nunca de donde sacar los
pesitos para la comida menos para los gustos que se da uno.
Doña
Angélica siempre da largas en los pagos de todos en la colonia, pero nunca
falta, ni faltarán, en su casa los últimos artefactos que anuncian en la
televisión, vaya usted a saber si al banco también le alarga los pagos esta
pobre viejecita.
—A
mi hija dame uno de esos negros, que ante todo la seriedad y una medallita de
San Benito que seguro al padre Alfonso le encantará.
No
era secreto que las mujeres de la colonia se desvivían por el nuevo padre, un
joven de veintitantos años que había logrado desde su llegada una ocupación
total de todas las sillas incomodas que se colocaban en la plaza para la hora
del rezo.
—Tan
guapo el joven y siempre con vitalidad, queriendo hacer una nueva capilla para
el santísimo.
—
¡Y con bancas de madera Flor! Techada, vitrales, que gustazo.
—Sí,
de verdad hemos sido bendecidos con ese joven.
Antes
de irse todas las viejecillas llevarán nuevas joyas religiosas que lucir el
sábado en la tarde, de oro, plata, imitación, de vidrio, de colores pálidos,
lúgubres o brillantes además de las cadenitas, pulseras y aretes que se meterán
en la bolsa para darse un gusto que
se repite cada semana.
A
la hora indicada, el sábado, las viejecillas salen de sus departamentos
peinadas, perfumadas y con los labios pintados (sobrias como siempre, ningún
labial rojo brillante), llevando consigo las medallitas, cadenas, pulseras y
rosarios que uno o dos días antes ya les he agendado para paga de quincenas. Yo
tengo que acudir a tales espectáculos, no por gusto no, pero es bueno para el
negocio que las ancianitas blancas me miren llegar siempre temprano, sentarme
en una silla de la esquina (con la carpetilla lista por si alguien quiere
adelantar algún pago o mirar una mercancía) y esperar que la hora pase lo más
rápido posible.
Ancianas
adelante, solteronas de cuarenta y treinta las que siguen, algunas jovencitas
de pieles suaves y ojos coquetos bordeando el aglomerado, seguras de contestar
correctamente al rezo y de aprovechar el momento para chismearle a las amigas
si el padre las ha visto, si ha dicho tal y cual, si doña Pina ya le ha llevado
un cocido, en fin, sin parar de hablar. Atrás en el fondo, lo más al fondo los
señores discretos que han venido para asegurarse de mantener a raya a las
esposas, todos ceñudos, de bigotes recios y uno que otro lampiño joven que
cuida a su rosa de jardín del
chismorreo.
Y
ante todo el murmullo de las cotorras y cotorros.
—Que
doña Marcela ya se va de su departamento, ya ves como la trata el hijo.
—A
Rosa Aurora ya le quitaron los muebles, según eso el martes le van a traer
otros.
—Juanito
llegó borracho la otra noche, no Claudia, te digo que yo los estuve escuchando
toda la noche.
—Mi
mujer se estuvo en el borlote toda la noche, tuve que salir para decirle que se
metiera, que pa' que andaba en asuntos que no eran suyos.
Y
yo por supuesto pero sin malas intenciones, quejándome de todas mis queridas
clientas con la primera que se me acerca, que si doña Flor siempre me dejaba
los pedidos estancados, que la señora Lety nunca atinaba a decir que color
quería y me hacía dar tantas vueltas al centro, que si la única, única razón
por la que estaba aquí era para ganarme nuevas clientas y cobrar a otros, y no,
no, no vengo para ver al padre ¿Cómo vas a andar creyendo eso Soledad? Sí, me arreglé,
pero es para el negocio, ¿Cuál faja? Ya no uso fajas Mariana y mira que allá
atrás esta tu marido y nos está viendo y luego te la hace de tos cuando vienes a mi casa, si voy a poner atención
Karla ya ahorita que salga el padre, pero déjame que les cuente lo que me dijo
el otro día la señora Raquel...
Al
final el padre se acerca, se para frente a la imagen del Santísimo y comienzan
los rezos que las viejitas bien acicaladas responden, y las solteronas, y las
jovencitas coquetas, y los maridos enojados, y Pascualito el borrachito acostado
desde la banca y yo, al final, que nada más vengo por trabajo.
- Diana
Laura González Rodríguez
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