Peregrinación a La Villa



Desde que murió mi madre, prometí seguir visitando a la virgencita cada año como dictaba la costumbre en mi casa, cosa que los demás no hicieron, y creo que hicieron bien. El veinticinco de agosto era un día en el que se tenía prohibido hacer planes, incluso si de ir a la escuela o al trabajo se trataba. Siempre me veía obligado a gastar uno de mis días de vacaciones en nuestra peregrinación anual a la Villa. Según contaba mi mamá, el embarazo de mi hermana menor fue de alto riesgo, y gracias a que se encomendó a la Virgen de Guadalupe fue que nació con bien. Mi hermana tan inquieta que era desde la panza, se enredó con el cordón umbilical y todos los doctores la daban por muerta, pero “el milagro de la virgencita” es lo que la tiene en vida el día de hoy. Vivita y coleando, nació el 25 de Agosto de 1990.
Esa es la razón de que el día de hoy me encuentre esperando el pesero en la esquina del mercado constitución, mientras respiro un agradable aroma a pescado combinado con vísceras de pollo que expele el puesto de Doña Lupe, no hay carne más fresca en el mercado que la de Lupita, como le decimos ya con confianza. El pesero pasa puntual a las 10:15 como de costumbre, algo lleno, pero no como en otras ocasiones. Mi camino se va ambientando con las siempre bien recibidas, cumbias sonideras, que el chofer se esmera tanto en que toda la colonia escuche. Envuelto en el sonido del güiro y el timbal llego al concurrido paradero del metro constitución donde como cantos de ángeles se escucha a lo lejos “súbale, súbale, hay lugares, dirección a la 5 de mayo y el reclusorio oriente”. Evito a todos los choferes y taxistas que insisten en que aborde su unidad, subo las escaleras esquivando los puestos ambulantes con un solo pensamiento en mente: debí recargar mi tarjeta el día de ayer.
Después de una fila un tanto larga, llego con la malhumorada señora de la ventanilla para recargar $100 pesos a mi tarjeta, llevándome una sorpresa no tan sorprendente hoy en día: no hay sistema, sólo hay venta de boletos. Compro 2 boletos, los necesarios para un viaje de ida y vuelta, me dirijo al andén con dirección a Garibaldi y saco mi mapita enmicado del metro que siempre cargo en la cartera. La ruta será la siguiente: tomaré la línea 8 con dirección a Garibaldi/Lagunilla, para después transbordar en la estación de Atlalilco de la línea 12 con dirección a Mixcoac; bajo en Mixcoac, transbordo a la línea 7 con dirección al Rosario y una vez que llegue a esa estación transbordo a la línea 6 con dirección a Martín Carrera y así es como llegaré a la estación La Villa - Basílica. Quizá no es la ruta más eficiente, pero desde que me asaltaron en la estación de Santa Anita, no he vuelto a tomar la línea 4.
El metro llega al andén y como es la primera estación, consigo hacerme de un lugar, con el único inconveniente de que tendré que ver de frente durante cinco estaciones a un señor que no deja de observarme de pies a cabeza. Faltando dos estaciones por llegar a Atlalilco, se suben dos vagoneros que consiguen hacer mi viaje más placentero de lo que ya era. El primer vagonero pone su mochila-bocina justo en mi oído, gracias a eso logro escuchar a la perfección el “remix” de los éxitos de los sesenta, soy la envidia del vagón entero. El segundo, después de intercambiar lugar con el disquero, me ofrece con hostilidad una “mágica pomada de peyote” o un “desarmador multiusos con cabeza removible” por la “módica cantidad de diez pesitos”. Para evitar cualquier problema compro el desarmador, el cual se unirá a mi vasta colección de desarmadores con cabeza removible que tengo en mi cuarto.
Por fin llego a Atlalilco y comienzo mi calentamiento, como si el de un atleta olímpico se tratase, para recorrer los más de ochocientos metros de transbordo que me esperan. La vez anterior no calenté y a medio camino me agarró uno de esos calambres que hacen lamentarse la poca ingesta de plátano. Por orgullo y autoestima, no hago uso de las bandas eléctricas que nuestro excelente gobierno nos proporcionó, sino que decido enfrentar este obstáculo haciendo uso exclusivo de mis pies. A punto de desmayarme, veo literal la luz al final del túnel que indica que he llegado a la estación de la moderna línea 12. Esta vez no consigo lugar al abordar el metro, pero viendo el lado bueno, no es hora pico, en esta línea no hay vagoneros y tenemos pantallitas dentro del vagón. Tras unos veinte minutos el pitido del metro me avisa que he llegado a Mixcoac, donde tendré que adentrarme en las profundidades de la línea 7.
La línea 7, al igual que el resto, tiene su toque de magia: para llegar a los andenes es necesario bajar al infierno, y no sólo por lo profundo, sino por el calor agotador que hay en los túneles; de no ser por las señoras que venden papitas o cacahuates en los pasillos, podría afirmar por las paredes rocosas y ese olor a humedad que estoy en una mina. Sudando la gota gorda, consigo llegar al andén, con la suerte de que este se encuentra prácticamente vacío, excepto por la presencia de tres muchachos que parecen estar en un tour por la torre Eiffel. Con celular en mano y con papa en la boca se toman un par de “selfies” en la estación mientras vociferan en una especie de dialecto “wey desde cuando el metro llega a Polanco, está del uno”. Me alejo lo que más que puedo de esos especímenes poco vistos en esta ciudad subterránea y abordo el penúltimo tren antes de llegar a mi destino.
Por la caminata en Atlalilco y el calor de Mixcoac, termino por quedarme dormido en uno de los confortables asientos del vagón, igual me esperaban 40 minutos de viaje, así que no me perdí mucho de esta maravillosa odisea. Como buen mexicano, mi cuerpo tiene calculado a la perfección la relación entre distancia y horas sueño que hay entre un punto y otro, y como por arte de magia abro mis ojos a unos cuantos metros de llegar a la estación de El Rosario. Todo transcurría prácticamente como se había planeado, excepto por un pequeño inconveniente, eran las doce del día y no había desayunado. Tenía que haber hecho una parada en metro Tacubaya para comprarme una pizza en el Domino´s que está en la estación, pero por quedarme dormido no lo hice, ahora mis tripas tienen que pagar las consecuencias. Igual y llego por un caldo de gallina en el andador hacía la Villa, pensé, y me aferré a esa idea hasta llegar a mi destino.
En El Rosario hago mi último transbordo hacia la línea 6 con dirección a Martín Carrera, esta vez no se sube un vagonero al tren, sino una señora con su hija pequeña pidiendo una “caridad” mientras describe una de las enfermedades más letales que en mi vida había escuchado. Por simple cortesía le doy los últimos pesos de cambio que me quedan, sin embargo, esto no me libra de la maldición que la señora me dirige entre dientes al ver que sólo le di tres pesos. Justo cuando parecía que el vagón iba a romper la ley de la impenetrabilidad, en la que un cuerpo opone resistencia para que otro ocupe su lugar en el espacio, llego a la estación donde mi viaje termina: La Villa - Basílica. Con una sonrisa en el rostro, desciendo del vagón y emprendo mi camino hacia la superficie.
Como ya había pensado, llego por mi caldo de gallina en el andador de la Villa, los mejores caldos en toda la ciudad, o no sé si mi hambre es la que afirma tal cosa. En punto de la una, con la barriga llena y el corazón más que contento me dirijo a la Basílica de Guadalupe, rezo un par de padres nuestros, un par de aves maría, me persigno y de nuevo me dirijo a la estación La Villa - Basílica para comenzar mi viaje de regreso. Y así, gasto uno de mis días de vacaciones y más de seis horas de mi día en visitar año con año a la milagrosísima y todo poderosa Virgen de Guadalupe. Y sí, sólo es una vez al año, pero viajar en metro debería de ser considerada una penitencia para expiar los pecados, de tanta peregrinación diaria al trabajo ya sería un santo.

Armando Díaz

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