Del ayer al hoy




Cuando uno es joven y regala una mirada al pasado es normal encontrarse con una representación azucarada de las experiencias de antaño, tal es mi caso, que al posar mis ojos en el pasado me veo mimada de mis padres, consentida de mis hermanos y gozosa de mi entorno, admirada de los parques, las plazas, las avenidas con hermosos camellones plegados de jacarandas que con su hermosa tonalidad purpurea engalanan la ciudad y dan un roce de lo sublime a mis memorias.
Me agrada recordarme niña, inocente y libre, donde la meta del día era salir a jugar a la calle con mis vecinas y amigas tras haber pretendido hacer los deberes escolares, correr por las banquetas aventándonos globos con agua en las tardes calurosas, o pasear en bicicleta solo para presumir un rato de su posesión. Y es que al rememorar esos tiempos tan dichosos para uno, ¿cómo no creer que la vida realmente no es tan mala? Yo supongo, querido lector, que si tu infancia fue parecida a la mía, realmente comprendes esa alegría que encierran las sonrisas plasmadas en las fotografías de antes.
Por demás está decir que entre esas escenas de los ayeres, mis favoritas vienen siendo las de las festividades decembrinas en la capilla de la cuadra. ¿Cómo olvidar el gozo que se apoderaba de uno cuando, con toda la ilusión del mundo, se iba a las posadas a obtener vasos de ponche, pan dulce, bolos, gelatina y hasta la inigualable dicha que nos embargaba cuando era nuestro turno de pegarle a la piñata? Son aquellas celebraciones las más puras y mágicas que se aglomeran en mi mente.
Recuerdo a mi madre sosteniendo en una mano un vaso de ponche, reprochándome con la mirada por tirar la fruta disimuladamente mientras tomaba del mío, así como a mi padre, quien sentado a su lado supervisaba que mis hermanos y yo no nos alejáramos mientras sostenía platicas con los demás vecinos, así como al padre de la iglesia, desenvuelto en sonrisas y regalos para todo aquel que estuviera próximo a su cercanía. Una noche en especial conseguí tres chocolates por rondarlo sin que se diera cuenta.
Sin embargo, no todo era alegría y dicha, así como me recuerdo plena en esos momentos de juegos y hurtos al tiempo y la felicidad, también recuerdo la transformación del placer por el temor y el rencor. Fui testigo del paso del tiempo, de las traiciones climáticas y sociales, y así, poco a poco, de la extinción de la seguridad de mi infancia por el miedo latente de hoy en día.
Antes era común ver a grupos de niños corriendo de un lado para otro dentro de la cuadra, imagen que perduraba inclusive cuando el sol había dejado de iluminarnos las caritas con sus rayos y el frescor de la noche pinchaba nuestras jóvenes pieles, pero con el pasar del tiempo esto fue cada vez más extraño, ya no es aceptable ver a un grupo de niños reunidos cuando el sol se ha retirado, porque en automático o se teme por ellos, o de ellos.
¿Cuánto ha sido dañada nuestra sociedad para percibir a un ser del mal en un niño de 9 o 10 años? ¿Qué tanto daño nos hemos hecho a nosotros mismos para obligar a alguien tan joven a cambiar las risas y el deleite por las armas y la agresividad? Como sociedad hemos ido contaminando a nuestros futuros ciudadanos, quemando así nuestras propias oportunidades de un cambio benéfico para los descendentes.
Las costumbres bondadosas y solidarias de antaño se van perdiendo, cada vez hay más peligro en las calles y hasta en los círculos cotidianos. Hoy en día preparamos al joven desde temprano a temerle a aquel que se mueve en grandes grupos por las noches, al que se acerca siendo un desconocido y con actitud reservada, se le excluye inmediatamente temiendo por la seguridad propia, inclusive por la vida, ¿y por qué? Porque se dejaron de enseñar y nutrir valores, tales como el respeto, el esfuerzo y la empatía.
He visto con mis propios ojos como los parques dejaron de ser zonas para las familias y los amigos, y pasaron a convertirse en puntos de encuentros para acontecimientos sombríos e inmorales, así como puntos de inseguridad extrema al más mínimo descuido. Esos jóvenes a los que se les catalogo como delincuentes terminaron por creerlo y profesarlo, y ahora, como pandillas de películas ochenteras, van por la vida adueñándose de territorios y corrompiendo a cuanto quiera escucharlos.
Si nos empeñáramos más en volver a las ideas y crianzas de antes, quizá podríamos conseguir la salvación de los nuevos residentes, pero para lograrlo, tendríamos que empezar viendo en nuestro interior y dar cuenta de las discriminaciones que aplicamos diariamente sin ser conscientes, porque nadie va a venir a cambiar algo que no estamos dispuestos a cambiar por nuestra cuenta, y si ni a nosotros nos damos la oportunidad, ¿quién nos la dará?

- Esmeralda Lizbeth Sandoval Domínguez

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