De la escuelita al pueblo




En una esquina del lago de Chapala donde no hay centavos, cuya ubicación precisa ha de ignorar sin pierde para el cuento, estimable lector, hay un pequeñísimo poblado llamado Maltaraña. El atractivo del pueblo es una finca porfiriana que se está cayendo de abandonada, cuyo jefe de familia, Joaquín Cuesta Gallardo, era no menos que hermano del gobernador de Jalisco Manuel Cuesta Gallardo, ahijado de Porfirio Díaz. Para su servicio fue traído un gran “puño” de manos trabajadoras de las cercanías de Michoacán y Jamay. Cuando la hacienda comenzaba su esplendor llegó la Revolución con una mano estirada, un fusil en la otra y el conseguir centavos del hacendado y el balacearlo (todo parece indicar que por Pancho Villa en persona) fue como la misma cosa. Después se fue la Revolución, dejando en el aislamiento a buen cúmulo de gentes que se adueñaron de las tierras y posesiones de los hacendados como mejor les diera su Dios a entender, porque ni los curas más fervientes se paraban en ese pueblo tan arrisco. Eso sí, el gobierno después les dio su aprobación nombrándolos ejidatarios.
Cuatro generaciones después llegaron “los gringos”[1] y con ellos entro yo en la trama. “Los gringos” nos asentamos en un rancho abandonado a unos tres kilómetros del pueblo donde se hicieron hartos proyectos. Entre los que se llevaron a cabo fue fundar una especie de academia de computación y de artes donde se enseñaba también a leer, matemáticas y cosas por el estilo a los muchachos del pueblo. Todo salía del ingenio y bolsillo nada pesado de los míos que cifraban su esfuerzo en la esperanza de un futuro mejor para esos chamacos que a duras penas sabían la fecha de su nacimiento y con quienes formé una entrañable amistad.
Lo que viene a cuento para la historia son ciertos sucesos y aprendizajes que viví mientras iba de la escuelita a casa de alguno de mis amigos. Casi todos me ofrecían cordial hospitalidad y algunos hasta me decían medio ofendidos cuando les daba largas a sus invitaciones: “ya fuiste con fulano el otro sábado, hoy ven conmigo” y cosas por el estilo. Creo que al principio era la mascota exótica de esos chiquillos. Mascota o no, me enseñaron a cruzar alambres de púas, trepar árboles, tronar botellas “casi imbsibles” a pedradas, hacer patitos con tejas rotas en el río Lerma, “pescar”[2], perseguir gallinas y mil y una travesura más.
Cierta ocasión el temporal había sumido en lodo todas las piedras “boloncha “ del bordo, entonces, como no había con qué tronar botellas nos fuimos por abajo para irlas “arrejuntando” y esconderlas para cuando hubieran piedras de nuevo. Íbamos en esas contándonos historias cada cuál más exagerada y rebuscada que la anterior cuando el más concreto y pasmoso efecto estilístico de cualquier historia surgió de unos arbustos reptando hacia nosotros. Tremenda serpiente de metro y medio de amenazante con sus ojos negros como canicas de chapopote contra la que no teníamos nada que hacer. Nuestros ejercitados brazos en el arte de lanzar piedras resultaron inútiles ante la parálisis de la que éramos cautivos. La serpiente nos miró un instante mientras sacaba y metía la lengua, como que le dimos lástima y siguió su camino sin que nadie se atreviera a molestarla. Hoy, que conozco más al homo sapiens, me preguntó seriamente si la serpiente no estaría tanto o más espantada que nosotros durante el fugaz encuentro.
En otra ocasión, “agarré” camino con el, en aquel entonces, mi mejor amigo por la vía larga hacia el pueblo que pasaba por un costado de la antes mencionada hacienda. Alrededor de ella descansaban algunos muñones de “gigantes” derribados (así nombraban los del pueblo a un tipo de eucalipto que crece hasta doce metros de alto). En uno de ellos, rezaba una leyenda popular en esos momentos entre mis amigos, vivía una iguana. “Qué iguana ni que la rechingada”, dijo Efraín entre risas esa vez mientras prendíamos peligrosísimos cohetes para espantar aves de las siembras que había robado yo expresamente para la ocasión. Los prendimos y corrimos mientras nos carcajeábamos de risa, retirándonos a más sereno vivir en las maquinitas de don Pedro. Unas seis horas después regresamos al siniestrado tronco reptilectario para comprobar si la “iguana” (nunca vista ni confirmada por nadie de fiar, por cierto, pero cierta en nuestra imaginación colectiva) estaba por ahí. Lo que vimos era peor que cien iguanas caníbales mutantes porque el inmenso tronco seco había prendido en llamas. Nos retiramos, de nuevo, a más sereno vivir en las maquinitas, pero ahora con el corazón en la garganta mientras pensábamos en lo que podría ocurrir. “Nadie nos vio, no hay pedo”, aseguró Efraín, tratando de calmarnos. Quise convencerme, pero tenía en el fondo un resabio de desconfianza por la naturaleza epistémica de los sucesos que se salen del orden común en ese pueblo tan ávido de mirar y contar.
Dormí con temor y premoniciones funestas. Apenas conciliaba el sueño cuando me despertaron mis padres bastante molestos: “hasta vinieron bomberos de Jamay, carajo”. Ardía Troya.
Escasas horas después, ya con una cubeta en la mano, me acerqué a Efraín que llevaba otra en su hombro. Se me quedó viendo con su cara de tajante rencor e ironía tan característica en él: “el puto de Fede nos vio y chismeó”. “Qué tiene, luego nos la cobramos...”, le contesté.
Y unos segundos después, mirando las ascuas, añadí: “Pero si es que había iguana quedó bien muerta”, y nos carcajeamos de nuevo.
- Sebastián Lomelí Jiménez


[1] Es cuento para otra historia, pero en resumen era una especie de comunidad espiritual (sic) dirigido por un cubano peregrino en el que estuvo mi familia muchos años. “Los gringos” era el bautizo que le dieron los del pueblo a la comunidad en la que curiosamente sólo había un americano y era más judío que Matusalén.
[2] Nunca pesqué nada que no haya sido un miserable charalito y cuando intenté aventar la tarraya de la canoa casi me voy de boca pero el intento siempre hice.

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